Cuerpo, mente y emociones

Una metáfora muy frecuente con la que se explica la complejidad de elementos que se dan cita en el ser humano es la que nos asemeja al conjunto compuesto por un carruaje, el caballo, el cochero y el pasajero. El carruaje sería nuestro cuerpo, el caballo las emociones, el cochero nuestra mente y el pasajero lo que podemos denominar alma, ser profundo o el observador.

El carruaje, al igual que nuestro cuerpo, es nuestro soporte físico y debe ser cuidado y reparado para que no ocurra ningún accidente. El caballo es la fuerza motriz y debe ser igualmente atendido. Su ímpetu podría llevarle a desbocarse, por eso precisa del cochero que lo conoce y lo sabe dirigir. El cochero es pues el encargado de dirigir nuestra energía emocional con diligencia y seguir las indicaciones del pasajero que es quien sabe a dónde quiere ir.    

Son muchas las relaciones entre esos cuatro elementos de la metáfora, pero una especialmente relevante es la relación entre el cochero y el caballo. De que esa relación sea fluida y cordial depende gran parte del resultado del viaje. Si el caballo se acelera y el cochero no es capaz de detenerlo, la cosa puede acabar en un accidente. Por temor a que se desboque, el cochero a veces traba sus patas, venda sus ojos o limita su alimento. Esto es lo que nosotros hacemos cuando reprimimos o negamos nuestras emociones. También podemos optar por darle la espalda a las emociones, obviar su existencia, pero entonces, ¿será el cochero el que tire del carro?

Ante esta visión, podemos concluir que es necesario atender a nuestras emociones y canalizar su energía para alcanzar nuestros objetivos. No parece sensato negarlas, reprimirlas o ignorarlas, pero tampoco dejarnos llevar por ellas. La clave está en reconocer su existencia y la energía que canalizan. Así, al observar nuestras emociones descubrimos el trasfondo del que se alimentan -normalmente pensamientos y creencias- y podemos empezar a “domarlas” y dirigir de manera adecuada todo su potencial.

Por DAVID HERVÁS SANZ